Estoy siguiendo de bastante lejos la polémica que se está generando en torno a la visita del Papa. Son casi siempre los mismos actores y los mismos argumentos. No me preocupan las consignas que pueda lanzar Benedicto XVI porque lo de no pertenecer a un club determinado te da la libertad de la distancia. Me parece muy bien lo que diga –aunque piense diferente en casi todo– pero cada cuál es libre de predicar lo que le parezca oportuno y tendrán que ser sus seguidores los que le llamen a capítulo. Tampoco me escandaliza el asunto del dinero público que se va a gastar. Viendo las cifras de gasto y la gente que está viniendo de todas las partes del mundo, no hace falta ser Trichet para llegar a la conclusión de que es bueno para la economía. Que van a dejar más dinero del que se va a invertir. Economía pura y dura, y de eso sabe bastante el Vaticano. Lo que me sigue escandalizando es que en un Estado laico sigamos teniendo un Concordato con la Santa Sede y de los Presupuestos Generales se abonen miles de millones de euros a una confesión concreta, la católica, que por otro lado no hace más que perder fieles cada día que pasa. Pero lo hicieron muy bien a finales del 78. Con la profesionalidad que les caracteriza, negociaron con nocturnidad unos privilegios antes de la Constitución que eran, y siguen siendo, una vergüenza, y esperaron a que se aprobara la Constitución para firmar lo que habían negociado previamente. Ese es el verdadero escándalo. Lo de estos días, el chocolate del loro y munición gratuita para los ultras que esperan impacientes volver a entrar a caballo a las arcas del Estado.
Columna publicada en Noticias de Gipuzkoa el 17 de agosto de 2011
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