jueves, 2 de agosto de 2007

La muerte de una luchadora


Fue Pepe Sacristán quien en Un lugar en el mundo calificó de frontera a Federico Luppi. Frontera con el significado de un luchador contra viento y marea ante las injusticias que observaba en la vida, pero manteniendo en todo momento esa afabilidad y elegancia humana que da todavía más valor a quienes se han tenido que ganar las lentejas desde que los sacaron a este mundo. Una definición perfecta para una mujer con mayúsculas, pamplonesa de la calle San Antón, a quien a los 12 años la vida le puso al frente de la prole con el cuidado de sus tres hermanos tras morir su madre. Su padre no tardaría en fallecer también y ella en decidir que la España de Franco no era el lugar adecuado para rendir homenaje a sus muchos amigos republicanos muertos en la Guerra Civil ni para desarrollar sus adelantadas ideas sobre la vida, el mundo y la libertad. Con lo puesto y el apoyo del filólogo lerinés Amado Alonso, se embarcó rumbo a EEUU en los 40 y recaló en Boston, ciudad que no abandonó hasta su muerte. Allá, en el ambiente universitario en el que se movía Alonso conoció a gente como Jorge Guillén o Pedro Salinas, mientras trataba de solucionar sus papeles con un empeño numantino, cosa que finalmente logró en la oficina del asesinado presidente Kennedy. Con lo poco que pudo ahorrar con su trabajo de hormiguita realizó su apuesta más fuerte. Fundó de la nada el primer café de la universitaria ciudad de Cambridge, el Pamplona, en el año 1959. Reducto de bohemios, universitarios, artistas y Premios Nobel, el Café Pamplona ha sido toda una institución en el cruce de caminos de la Universidad de Harvard y el Instituto Tecnológico de Massachussets con la menuda figura trabajadora de Josefina siempre presente. Fue allá donde cultivó amistades de ésas que nunca terminan en el que fue su país de adopción y del que jamás renegó porque se involucraba en sus problemas. Como había hecho siempre. Protestar, intentar mejorar y sonreír. Pero también fue refugio de navarros y españoles que recalaban por la zona y para quienes siempre había una buena conversación, una buena comida y mejor bebida. Cuando el año pasado se deshizo de su casa de la calle Nueva, intuimos que algo iba mal. Había vencido a un cáncer hace 10 años, pero dejar su guarida sanferminera, que era una auténtica Torre Babel en ferias y fiestas, era un mal síntoma. La reciente muerte de su hermano Gabriel le dejó muy tocada, pero su ausencia en los pasados sanfermines, a los que no faltaba ni un solo año, era el síntoma definitivo. Hablé con ella el día 12, después de estar en los toros que ella seguía siempre por su radio, recuerdos de su España de posguerra, y supe que aquello se estaba acabando. Imploré con toda mi fuerza para que fuera rápido, lo más rápido posible y ayer llegó la noticia del otro lado del Atlántico. Para quienes le conocíamos, la fatal noticia nos alegró porque Josefina no podía ni merecía estar mucho tiempo postrada en una cama, mientras se le apagaba el habla. Josefina siempre será la mujer de las apasionadas conversaciones políticas a la una de la mañana, cuando cerraba el Café, o de las divertidas ocurrencias sobre esas pequeñas cosas que dan valor a la vida. Su gente americana le hará un homenaje en Boston. Iré, pero ya nunca serán esas noches bostonianas de vino y rosas que disfruté con ella. Ha sido una suerte haberte conocido, un placer haber compartido muchos momentos contigo y un verdadero orgullo haberte querido. Salud.