sábado, 13 de marzo de 2010
¡No me mate a la milana, señorito Iván, por sus muertos!
Cuando los apologetas de José María Aznar trataban de vendernos la imagen del ex presidente como la de un sobrio castellano se me revolvían las entrañas. No por el intento de convertir en verdad la mentira mil veces contada, sino porque en mi imaginario personal la sobriedad castellana, la sobriedad de la dura meseta tenían desde hace mucho tiempo un nombre asignado, el de un vallisoletano de bien, un sabio de la sencillez, un buen tipo que nos dejó ayer y con ello más huérfanos a los que pagamos las facturas juntando letras. Una sabiduría y unos principios no alardeados sino demostrados, no pregonados sino escritos. Esa sobriedad castellana de un resistente interior que nunca elevó la voz para defender lo que defendía únicamente con su pluma. Un amante del trabajo bien hecho, de la importancia de la cultura y del conocimiento para generar conciencias duraderas, no de las del grito en la manifa a la edad que toca. Y, cómo no, alguien que fue capaz de llevarnos hasta el mismo estremecimiento con ese retrato descarnado y brutal de la Castilla caciquil reflejada en Los santos inocentes. Una novela deliciosa que tuvo la fortuna de encontrar a Mario Camus para llevarla a la gran pantalla y éste, a su vez, de convencer a Juan Diego y Paco Rabal, entre otros, para interpretarla. Para todos los que la vimos, Azarías, Paco el Bajo, Régula o La Niña Chica forman parte de nuestras conciencias. Es muy difícil que nunca jamás un acto de violencia suprema como el estrangulamiento del señorito Iván fuera celebrado con semejante júbilo por lectores y espectadores. Aquella Milana, bonita nos llevó a las entrañas de un pasado oscuro contado con exquisitez por un sobrio castellano que, como dijo ayer Pepe Sacristán, era "de esos que no cabe en un kilo".
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