domingo, 7 de marzo de 2010
La fábrica de sueños
Era un tipo viejo, rechoncho, calvo, tirando a gordo, que no pintaba nada en el imponente Dorothy Chandler Pavilion de Los Ángeles, infectado de mujeres espectaculares, hombres de anuncio, glamour y esplendor. Era la entrega de los Oscar de 1983. Aquel tipo desgarbado cruzó por los pasillos que llevaban al estrado sin atraer la atención de nadie, ni siquiera de las cámaras ocupadas en los planos de las celebridades. Subió al estrado (creo que le daban un premio o daba él uno, no recuerdo) y se plantó con una sonrisa de oreja a oreja delante del micro mientras el personal le miraba sin reconocerlo, esperando que alguien explicara qué pintaba aquel espontáneo en una reunión de rostros mil veces retratados. Y aquel tipo rechoncho, calvo y entrañable se acercó al micro y dio las buenas noches. Sólo dijo buenas noches y la sala se vino abajo. Las gentes del cine se pusieron en pie como sacudidas por un resorte y aplaudieron a rabiar, en su nombre y en el de los que no podíamos estar allí, al viejillo que reía satisfecho, que disfrutaba con una sonrisa de esas que sólo tienen los que han dedicado toda una vida a hacer soñar a los demás. Lo sabían las celebridades que aplaudían, gritaban, silbaban, pateaban y taconeaban ansiosas, tratando de devolver en pocos minutos todo lo que habían recibido de aquel sujeto que les miraba con ojos de niño feliz, saboreando divertido el reconocimiento merecido. Hoy me tumbaré largo en el sofá para ver en la tele a los que fabrican sueños y olvidarme así de los que fabrican humo a diario. El tipo era Clarence Nash, la voz del Pato Donald.
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