Cuando algún criminal de esos que abundan en el mundo de la cultura trató de llevar a las pantallas argentinas el inabarcable mundo imaginativo de Mafalda , una niña argentina, que era niña pero no gilipollas, salió sollozando de la sala de cine. Ella lo explicó muy claro. Le habían engañado, le habían traicionado, le habían apuñalado por la espalda. Aquella niña que salió en la pantalla explicó, entre lágrimas e indignación, que no era Mafalda por algo tan sencillo de que aquello que salía de su boca no era su voz. Inapelable. La fuerza de la lectura se reparte entre autor y lector, por eso es la modalidad más descomunal del mundo de la creación. A las dotes del narrador se unen las imaginativas del lector, que recreamos en nuestro imaginario aquello que nos resulta más atractivo. No sé si han llevado a la pantalla la vida de Miguel Strogoff , espero que no, pero no iría a verla ni encañonado por el benemérito cuerpo. Fue el primer libro que leí entero (es importante eso de leer algo entero), pero nadie me va a contar a mí, por muchas horas de jolibud que tenga, el gesto del rostro del correo del zar cuando le estaban aplicando un hierro incandescente en los ojos por negarse a traicionar a su madre. Nadie tiene derecho a traicionar esos gestos, esas voces, ese imaginario personal. Mario Conde fue el otro día al trullo y explicó a los presos que lo mejor que sacó de sus años de cárcel fueron los 300 libros que se había leído. Animó a los presos a hacer lo mismo "porque cambiaréis este mundo". No tengo duda alguna sobre los presos, Mario, pero nos vendría mejor que contaras esa batalla en las Escuelas de Negocios, a ver si cambia algo el cuento. Cuento toda esta brasa para que a nadie se le ocurra prostituir a través de la pantalla a Lisbeth Salander, la investigadora punky de la trilogía Millennium de Stieg Larsson, esa mujer que odia a los hombres que no aman a las mujeres. Un descubrimiento de novela negra de la buena. Que los que donde pone cultura leen dinero no nos jodan la imaginación.
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