miércoles, 19 de agosto de 2009
Óscar Pérez
Reconozco que no sé nunca cómo afrontar las tragedias en la montaña. Me superan por completo. Desfilar en plena adolescencia tras los ataúdes de dos amigos fallecidos mientras hacían alpinismo o llegar a portar esos mismo ataúdes en el caso de otros dos en la misma época fallecidos en un alud supongo que acaba por marcar. La agonía radiada de Atxo Apellaniz en el K-2, mientras Juanjo San Sebastián se dejaba ocho dedos en el intento de arrastrarlo como fuera, destapó toda la épica del deporte con mayúsculas. Aquel que poco tiene que ver con el reconocimiento ajeno y mucho con la búsqueda de la libertad en su plenitud absoluta. El año pasado me volvió a tocar de cerca cuando Iñaki Ochoa de Olza se quedaba para siempre en el Annapurna. Esta vez ha sido Óscar Pérez el que descansa en una repisa del Karakorum después de la sabia decisión de gentes que soñaron con lo que ya sabían de antemano que era imposible. Su colega de cordada, Alvaro Novellón, hizo lo imposible bajando a puro huevo hasta el base para buscar un helicóptero de los que no existen, de esos que suben hasta 6.300 metros. Óscar, que nació entre las cumbres del Valle de Tena, seguro que ha sabido en todo momento lo que le esperaba. Y eso es lo que no sé cómo se puede afrontar. El recurso fácil de las gentes es decir que mueren haciendo lo que les gusta. No es así. Es gente que desea con toda su alma no morir. Son pura vida. Aquellos que se atreven a vivir de la manera que los demás predicamos pero no nos atrevemos. Óscar, como se solía despedir Ochoa de Olza, salud y cielo azul.
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